Vigésimo Primer Domingo en Tiempo Ordinario (Homilía)
agosto 22, 2021 1:00 p. m. · Sergio Muñoz Fita
Hemos llegado al final de esta serie de homilías que hemos llamado «Signo de contradicción», y lo hacemos con la conclusión del Discurso del Pan de Vida. Acabamos de escuchar cómo Cristo fue abandonado por la mayor de sus discípulos cuando les enseñó lo que ellos no podían o no querían entender. Creo que el gran pecado de aquellos hombres fue la falta de confianza, y el gran acierto de Pedro y los otros 10 discípulos fue, precisamente, fiarse del Señor. En realidad, ninguno de los dos grupos comprendió las palabras de Jesús aquel día. La diferencia fue que unos se fiaron de Cristo, y otro no. «¿A quién vamos a ir? Solo tú tienes palabras de vida eterna».
En el grupo de los discípulos del Señor sigue extiendo este mismo problema hoy en día: algunos no se fían de la enseñanza que Cristo sigue comunicándonos a través de la Iglesia. La Santa Misa es la realización de la comunión más perfecta de Dios con el hombre. San Cirilo de Jerusalén dice que, así como dos gotas de cera derretidas se han una, así el que recibe el Cuerpo del Señor se hace una sola cosa con Él. Como veíamos hace dos semanas, esa comunión es también comunión con la fe de la Iglesia, que hoy Simón confiesa al final del relato.
En este sentido, un profesor que tuve en el seminario solía insistir en esta idea, que personalmente a mí me ha ayudado mucho: en la Misa hay, en realidad, dos «sagradas comuniones». La primera tiene lugar en la Liturgia de la Palabra, tras la proclamación del Evangelio: ahí hemos de comulgar con la enseñanza que nos comunican las Sagradas Escrituras, leídas en la Tradición viva de la Iglesia. Solo tras esa primera «sagrada comunión», podemos a continuación comulgar, en la segunda parte de la Santa Misa (la Liturgia de la Eucaristía), con el Cuerpo de Cristo resucitado. Sería una ofensa gravísima a la Eucaristía acercarse a recibir la sagrada hostia sin esa comunión previa con la Palabra de Dios y la fe de la Iglesia.
La recepción de la Sagrada Comunión es una unión en la carne con Jesucristo. Por eso, podemos usar una analogía audaz: se puede comparar a la unión marital de un hombre y una mujer en el matrimonio. En el plan de Dios, dicho momento es la expresión eminente de la comunión entre los esposos: se unen físicamente porque sus corazones son también uno, con ese amor del que hoy nos ha hablado san Pablo en la segunda lectura. Solo así la intimidad de la unión marital tiene pleno sentido. Solo así es un momento feliz de encuentro, de amor compartido y de expresión exterior de la comunión de vida que les ha hecho una sola alma. En esta lógica en la que el cuerpo es el lenguaje a través del cual expresamos la verdad del amor humano, la unión marital de dos personas que no se aman o que no viven una unión de corazones en el matrimonio sería una mentira, porque el acto conyugal estaría expresando una totalidad y una unión que no es real: sus cuerpos se unirían pero sus corazones estarían alejados el uno del otro.
De manera similar, recibir la Sagrada Comunión sin entrar primero en la comunión con la Palabra de Dios y la enseñanza de la Iglesia es una mentira. En muchos casos, es además un sacrilegio porque ofende el Sacramento más extraordinario, la Eucaristía.
El día de su ascensión, el Señor dijo a sus discípulos: «id y haced discípulos en todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar TODO lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19-20). Ese «todo» es el contenido de la comunión en la Iglesia: no se puede aceptar algunas enseñanzas y dejar otras de lado, de la misma manera que un marido no puede ser fiel a su mujer solo en algunos aspectos y no en otros. La fidelidad, o es completa, o no es fidelidad.
Cuando una persona no está en esa comunión cordial con la Iglesia, porque no es católico, o porque disiente de la enseñanza de la Iglesia en materia de fe y de moral, no debe acercarse a recibir al Señor. Estaría comulgando su propia condenación. Cuando, además, ese disenso y esa falta de comunión es pública, porque la persona vive en una situación irregular o porque son conocidas sus posiciones contra la enseñanza de nuestra Madre la Iglesia (por ejemplo, en relación a la ideología de género, la defensa de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural, o la verdad del matrimonio como institución natural formada por un hombre y una mujer en comunión de vida y amor), a su obligación moral de no acercarse a recibir la Sagrada Comunión se une la obligación del ministro de no darle el Cuerpo del Señor. La razón no es que seamos intransigentes, anticuados, antipáticos y fariseos. Tampoco es un juicio a la persona que no puede comulgar. El motivo es el amor del sacerdote por el bien eterno de esa persona (a la que, negándole el acceso a la Sagrada Comunión, le enseña así la situación objetivamente desordenada en la que se encuentra), el amor a Cristo en la Eucaristía, que él ha prometido custodiar a cualquier precio, y el amor a la comunión de la Iglesia, que se vería herida por el escándalo de esa situación.
Dejadme finalizar con las palabras, en este sentido, de san Juan Pablo II. Hablando del caso concreto de los divorciados vueltos a casar, con expresiones llenas de compasión y, al mismo tiempo, de claridad, escribió así el Papa:
«En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza.
La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio» (Familiaris consortio 84).
Acabo esta homilía recogiendo este mensaje: ruego a quienes no estén en esta comunión con la Iglesia a que continúen viniendo a Santa Ana, donde son siempre bienvenidos. Les animo a que participen en la Santa Misa escuchando la Palabra de Dios y orando junto con toda la comunidad. Al mismo tiempo, les ruego que, por bien de sus almas y por amor a la Eucaristía, no se acerquen a recibir el Cuerpo del Señor: iniciad primero un camino hacia la plena comunión con la Iglesia, sin desanimaros, hablando primero con un sacerdote y dejándoos guiar por la Iglesia, que os ama como hijos suyos que sois.
Y si este lenguaje se nos hace difícil, y sentimos la tentación de abandonar el grupo de los discípulos del Señor y servir a los dioses de este mundo, en cuyo país ahora vivimos, y casi nos parece escuchar a Jesús decirnos: «¿También vosotros me vais a abandonar?», respondamos con Simón Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Solo tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios».