REFLEXIONES SOBRE LA CURACIÓN DE UN LEPROSO (Mc 1,40-45) XVI
Ayer estuvimos hablando de la “composición de lugar” que San Ignacio de Loyola nos invita a realizar antes de considerar los misterios de la vida de Cristo. En este primer momento, decíamos que debemos hacer un esfuerzo, lubrificado por la gracia de Dios, para representar en nuestro espíritu el escenario y los personajes de la escena bíblica. Hablábamos también de la “aplicación de sentidos” que pide el fundador de la Compañía de Jesús, para ver, escuchar, tocar, sentir, oler y experimentar el relato con la inmediatez de quienes lo vivieron en primera persona.
Me van a permitir una digresión en el día de hoy para traer aquí recuerdos de una vivencia que todavía tengo muy fresca en la memoria. Se trata de la peregrinación a pie por Tierra Santa que hicimos en 2018. Hace hoy precisamente dos años, el 23 de abril, iniciaba un itinerario en mi viaje que hoy se conoce como “Camino de Jesús. Recibe este nombre por un versículo del Evangelio de San Mateo en el que la Palabra de Dios afirma lo siguiente: “dejando Nazaret, [Jesús] se estableció en Cafarnaúm, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí” (Mt 4,13). Se trata, pues, de una ruta que conecta las ciudades de Nazaret y Cafarnaúm, en la Baja Galilea: el primer día se llega a Caná, donde el Señor, por intercesión de María, obró el milagro de la transformación del agua en vino (Jn 2). A partir de ahí, atravesando pequeñas aldeas (kibutzim y moshavim en hebreo) concluye en las orillas del Kinneret, que es el actual nombre del Mar de Tiberiades. Yo tardé 4 días en recorrer los 65 kilómetros de su trazado.
He dicho los últimos dos días que la “composición de lugar” es una representación imaginativa. Lo cierto es que, para quien ha estado en aquellos lugares, no se trata tanto de imaginar cuanto de recordar lo visto en Tierra Santa. Si, además, has tenido la gracia de caminar los senderos polvorientos de Galilea, lo que nos cuenta el Evangelio se contempla, se medita y se vive ya, inevitablemente, de manera diferente. Recuerdo caminar allí entre olivos milenarios y preguntarme: “Señor, ¿buscaste tal vez, a la sombra de este árbol, descanso en tus incansables viajes por Galilea?” Recuerdo mojarme las botas en un arroyo de agua fresca, cerca de Nazaret y decirme: “Jesús, ¿te detuviste alguna vez a beber en este riachuelo?” Recuerdo así mismo la primera vez que vi el Lago de Tiberiades a lo lejos, en un día lluvioso y gris, y pensar con una enorme alegría interior: “seguramente, Señor, tú también contemplaste esta misma vista y este mismo paisaje cuando regresaste a tu casa en Cafarnaúm, tras el encuentro con el leproso, o tras alguno de tus muchos viajes misioneros” (Mc 2,1).
Quien camina por Galilea se llena sin querer los ojos con una tierra que habla toda del Señor. Me vienen ahora a la cabeza unas palabras de San Juan de la Cruz en su Cántico Espiritual. El alma busca al Esposo, que es Cristo, y pregunta a la creación: “¡Oh bosques y espesuras, plantadas por la mano del Amado! ¡Oh prado de verduras, de flores esmaltado! Decid si por vosotros ha pasado.” A continuación, el propio san Juan de la Cruz pone en los labios de la naturaleza, en forma hermosísima, la respuesta de las criaturas: “Mil gracias derramando, pasó por estos sotos con presura, y, yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de su hermosura.”
A mí me parece que esos días, en el silencio de mi vagar por Galilea, yo tuve un diálogo parecido con la Creación que me rodeaba. Mi alma, como la del poema del Doctor Místico, también buscaba a Jesucristo y preguntaba en aquellos “bosques y espesuras” si por ellos había pasado su Amado. Todo me respondía de igual manera: “sí. Aquel que amas pasó por nosotros. Estuvo aquí. Lo vimos muchas veces, viajando con sus compañeros, como una bandada de grullas, doce aves formadas en triángulo y, al frente de todas, en la punta, tu Señor.”
Como dice san Juan de la Cruz, Jesús, el más bello de los hijos de los hombres (Sal 45,2), “con sola su figura”, vistió aquellos lugares de su hermosura. Él atravesó esos valles, y vio esos cielos, y escuchó aquellos pájaros, y subió aquellas colinas, y descendió aquellas montañas, y se lavó las manos en aquellas aguas, y sudó bajo la luz de aquel sol inclemente, y se acarició las manos con el tacto de aquellas espigas y, cerrando sus ojos, escuchó el murmullo de aquel viento y… es como si algo de Él hubiera quedado allí, como quien deja su aroma al salir de una habitación. Sí, Galilea huele a Cristo todavía hoy…
Dicen que en los últimos días de su vida, San Ignacio hablaba con las flores que había en la terraza de su residencia en Roma y les decía: “no me habléis tan alto, que ya os escucho.” Aquellos días, todo me hablaba muy alto: las flores, la lluvia, el olor de los bosques, los animales que salían al camino, los horizontes… Echo de menos aquellas jornadas y, a la vez, estoy infinitamente agradecido a Dios por habérmelos concedido sin yo merecerlos.
En fin, ya me he extendido demasiado otra vez. Ojalá todos tengan algún día la oportunidad de ir a Tierra Santa. Ojalá todos puedan pasar algunos días caminando en silencio contemplativo por aquellos sitios para que su “composición de lugar” cobre un significado nuevo a partir de entonces. Ojalá la imaginación sea ayudada por la memoria y los recuerdos de los lugares donde vivió el Hijo de Dios hecho carne les ayuden a rezar de otra manera.
Así se lo pido hoy al Señor por la intercesión de María.