Tercer Domingo en Tiempo de Pascua - Homilía
abril 26, 2020 7:00 a. m. · Sergio Muñoz Fita
Queridos hermanos:
El tiempo litúrgico de Pascua celebra el misterio del Señor resucitado. Durante 40 días, y antes de ascender a los cielos, Cristo se manifestó a sus discípulos en la realidad de su cuerpo glorificado y finalizó así la obra que durante años había ido realizando en sus almas imperfectas: les enseñó, les fortaleció, les acompañó en su tristeza inicial y les llevó a la fe en el gran acontecimiento de su Resurrección. De ese gran acontecimiento, como nos recordaba la primera lectura, ellos serían testigos valientes ante el mundo, extendiendo a pueblos de todas las épocas y latitudes, la convicción de que no era posible que la muerte retuviera a Jesús bajo su dominio. Es decir, que Cristo está vivo y es la meta y el sentido en la vida de todo hombre, de cada hombre.
El Evangelio de este domingo nos traslada, nuevamente, a uno de los muchos caminos de Judea; la senda que, partiendo de Jerusalén, la Ciudad Santa, llegaba a la aldea perdida de Emaús. Esta semana, en las Misas diarias, hemos hablado de la enorme gracia que supone poder visitar los mismos escenarios en los que tuvieron lugar los hechos que leemos en la Sagrada Escritura. Pues bien, yo he caminado este sendero del que nos habla la Palabra de Dios este domingo: lo hice el 2 de abril de hace dos años, lunes de la Semana de Pascua. Más de 35 kilómetros que concluyeron en las ruinas de una iglesia bizantina del siglo IV que, según el testimonio de San Jerónimo, se levantó sobre la casa de Cleofás, uno de los dos discípulos del relato de hoy. Allí, como sucedió entonces, concluyó también mi viaje al atardecer, con el día ya de caída junto al Señor resucitado en la mesa eucarística y en la fracción del pan.
No hemos escuchado un cuento de hadas, queridos hermanos: esta historia sucedió realmente, tuvo como protagonistas hombres de carne y hueso como nosotros. En realidad, el relato de “los discípulos de Emaús” continúa realizándose sin cesar en la vida de la Iglesia: a lo largo de la senda de la Historia, Cristo resucitado ha caminado siempre con sus apóstoles, nos ha acompañado especialmente en los momentos más difíciles, nos ha explicado las Escrituras y ha partido para nosotros el pan. Así mismo, la página que hemos escuchado es una descripción maravillosa de lo que es la Santa Misa en sus dos partes fundamentales: la liturgia de la Palabra, en la que Cristo mismo nos habla; y la liturgia de la Eucaristía en la que, sentados alrededor de la mesa del altar, el Señor resucitado, en la persona del sacerdote, bendice el pan y lo da a sus hermanos como alimento de nuestra esperanza.
Tal vez sea ésa la enseñanza central de nuestro Evangelio de hoy: la relación entre la Eucaristía y Cristo resucitado. El Señor no está lejos de nosotros: la mirada de su Corazón continuamente vela por sus amigos. Jesús está cerca de los que sufren y se fatigan y entra en nuestras casas cuando le invitamos a pasar.
Pensando en este episodio delicioso, me dolía el alma pensando en todos vosotros que no podéis estos días sentaros a la mesa del Resucitado y comer el Pan vivo de la Eucaristía. Muchos sois o todos somos estos dos hombres que abandonaban Jerusalén derrotados por la tristeza y la desesperanza. Como vosotros, ellos eran también hombres desilusionados: “nosotros esperábamos – le confiesan al misterioso caminante que les sale al paso – esperábamos que Jesús iba a liberar Israel pero… pero…” aquel en quien confiábamos… lleva ya 3 días sepultado”.
Sí, esos discípulos son una imagen insuperable de la Iglesia en las circunstancias actuales: muchos discípulos se alejan del grupo de los Apóstoles también hoy porque se encuentran igualmente desilusionados. El corazón se les ha llenado de dudas, de oscuridad, de rabia incluso. La Iglesia de ahora se parece demasiado a los discípulos escondidos en el Cenáculo, con las puertas cerradas por miedo a los judíos (Jn 20,19). Los obispos y los sacerdotes han echado el cerrojo ellos también a las puertas de sus templos y no sabemos por cuánto tiempo esta situación va a continuar así. Y, ante esa actitud de unos pastores que se repliegan, que se encierran, estos dos hombres, y muchos con ellos estos días, deciden alejarse. Después de todo, ¿quién desea formar parte de un grupo de hombres temerosos y cobardes?
Queridos hermanos: Cristo resucitado hoy acude a buscaros, allí donde cada uno se encuentre. El Buen Pastor no se queda donde está, sino que sale al camino y nos persigue si hace falta hasta que da con nosotros. ¡Qué imagen más hermosa es ésta de Jesús hablando con estos dos hombres sin esperanza! Les pregunta como si no supiera, les da pie para que saquen lo que llevan dentro y les escucha amorosa y pacientemente. “Contádmelo todo – estaría pensando el Señor -. Es bueno para vosotros que me lo manifestéis. Para sanar vuestra herida, primero tiene que salir el pus de vuestros corazones infectados, amargados y tristes.” Y Jesús escucha, y aquellos hombres se desfogan con el desconocido. Necesitan compartir eso que llevan ahí, tal vez con lágrimas en los ojos.
Quiero de corazón daros las gracias a todos los que, en las últimas semanas, me habéis hecho partícipe de vuestro sufrimiento, vuestra decepción, vuestro dolor. Os agradezco la confianza. Debéis saber que, oculto en mí, era Jesús el que os estaba escuchando, el que caminaba con vosotros en estos días de prueba. Esa frustración vuestra no podíais dejarla dentro, comiéndose toda vuestra alegría y vuestra esperanza.
Y yo, en esta mañana, después de haberos leído o escuchado a todos, deseo imitar al Señor y tomar la Palabra de Dios para daros la respuesta que necesitáis escuchar. Si Jesús, aquella mañana, les explicó todo lo que se refería a él en las Escrituras, yo voy a servirme de las lecturas de este domingo para aliviar vuestro dolor con sus respuestas.
En primer lugar, os digo con san Pedro que somos fuertes en la prueba si ponemos nuestra confianza solo en el Señor. Los humanos somos frágiles, bien lo sabemos. Nuestros hermanos se equivocan como lo hacemos nosotros y por eso, no podemos poner nuestra esperanza en ellos. Decía la segunda lectura: “Vuestra fe y vuestra esperanza deben estar puestas en Dios.” (1Pe 1,21). Si nos sentimos defraudados por lo que está pasando, probablemente sea porque somos todavía demasiado inmaduros en la fe. Así lo escribe san Juan de la Cruz: “No es voluntad de Dios que el alma se turbe de nada; ni que padezca trabajos, que si los padece en los adversos casos del mundo, es por la flaqueza de su virtud; porque el alma del perfecto se goza en lo que se pena la imperfecta.”
En segundo lugar os digo: “¿No era necesario que el Mesías padeciera para entrar así en su gloria?” Jesús reprocha a estos dos hombres, llamándoles “necios y torpes”, que no sepan ver los acontecimientos de la Historia desde una perspectiva sobrenatural. En el plan misterioso de Dios, el sufrimiento de los justos es con frecuencia el principio de un cambio que trae consigo un estado mejor de las cosas. El Señor puede perder batallas, pero nunca perderá la guerra. Por tanto, la desesperanza es siempre una respuesta deficiente - jamás será actitud cristiana - porque a nosotros ya nos han contado el final de la historia, ¡y la historia acaba bien! Por tanto, no podemos perder ánimo cuando somos probados.
En tercer lugar, yo pensaba que vosotros que me escucháis desde casa, sois como estos discípulos antes de llegar a la aldea de Emaús. No podéis sentaros a la mesa porque os encontráis todavía en el sendero, caminando hacia la Eucaristía. Ese caminar debe acrecentar vuestra hambre por el pan eucarístico. Tal vez por eso, el Señor resucitado les hizo agotarse durante un día largo de camino bajo el sol. En mi peregrinación por Tierra Santa, recuerdo que la jornada a Emaús fue sin duda una de las más agotadoras de todo el viaje. En mi cuaderno de notas Moleskine, donde apuntaba los recuerdos de cada día, escribí dos observaciones al final de aquella jornada: “tengo los talones machacados” y “estoy molido”. Tal vez, con esta experiencia, el Señor quiere que sintáis más hambre de Él para que la próxima vez que lo recibáis tras el cansancio de este camino tan largo y penoso que estáis haciendo, vuestros corazones devoren la Sagrada Comunión con más amor, con más fe, y con más deseos de santidad.
En cuarto lugar, “¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” Es cierto que, hasta que no se os abran de nuevo las puertas de los templos, queridos hermanos, muchos de vosotros no tenéis acceso al pan de la Eucaristía. Pero hay algo que sí tenéis con vosotros: ¡Contáis con su Palabra y con su presencia! Os han puesto un candado en la puerta de las iglesias pero “la Palabra de Dios no está encadenada.” (2 Tm 2,9) Vuestro corazón puede arder como el de aquellos hombres si dejáis que Cristo os hable y vosotros le escucháis. Su palabra es fuego. Su presencia es la causa de alegría. Su cercanía, el remedio de nuestros males.
Entiendo muy bien vuestro sufrimiento, pero pensad en aquello que tenéis y así os preparareis mejor a recibir aquello que, de momento, no podéis tener. Cristo os acompaña con su Espíritu, os ilumina con su Palabra, está con vosotros a cada paso del sendero, y quiere levantaros el ánimo porque “la mesa está servida, caliente el pan y envejecido el vino”, y si no desfallecéis, pronto llegaréis a vuestro destino.
Finalmente, el relato de Emaús finaliza de la siguiente manera: “levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros”. Estos dos hombres regresan a la familia de la Iglesia. Se habían alejado decaídos y cabizbajos, y retornan con el alma ardiendo, las piernas ligeras y el corazón desbordado de luz y de alegría. No podía acabar de otra manera esta página de la Escritura.
Queridos hermanos: debemos volver a Jerusalén. Hemos de regresar al grupo de los Apóstoles. Tenemos que querer mucho a la Iglesia, que está formada, sí, por hombres llenos de limitaciones, temores y medianías, pero ¿no somos así también nosotros? Cristo resucitado se hace presente en su Cuerpo, que es la Iglesia. Él sabe mejor que nadie los defectos de sus discípulos, pero quiere que nos ayudemos, que nos apoyemos mutuamente, que nos demos esperanza unos a otros y que, así, esperemos su regreso definitivo. Siempre será verdad aquella máxima de San Cipriano: extra Ecclesiam, nulla salus. Fuera de la Iglesia, no hay salvación.
Permitidme, pues, recoger sin más, todas las enseñanzas de este domingo que hemos comentado, en el ramo de en una oración, con la que deseo finalizar la homilía de hoy:
Señor de los caminos de la Historia, mira a tu Pueblo atribulado y acude en auxilio de los que te aman. Enciende nuestros corazones con el fuego de tu Espíritu y camina a nuestro lado en este tiempo de tribulación. Que el cansancio de estos días interminables, finalice con el retorno de todos tus hijos a la mesa del altar. Que, allí, todos podamos reconocerte en la fracción del pan. Levanta nuestros corazones y ayúdanos a sentir gozo en la escucha de tu Palabra, en el calor de tu compañía, en una vida vivida siempre a tu lado. Y que, así como tú debiste padecer para entrar en tu gloria, nosotros veamos en los sufrimientos de esta hora la purificación por la que hemos de pasar para alcanzar la unión contigo en el paraíso. No dejes que ninguno de los que se han alejado de ti y de tu familia, que es la Iglesia, se pierda por sendas de tristeza y soledad. Concédeles hacer el camino de regreso y volver al Cenáculo, con María y los demás Apóstoles, donde, todos juntos, como hermanos de un mismo Padre, podremos alegrarnos en el gozo del reencuentro y en tu presencia resucitada, pan partido por la salvación del mundo.