Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo (Homilía)
junio 06, 2021 1:00 p. m. · Sergio Muñoz Fita
En el día de hoy, nos unimos a toda la Iglesia para celebrar el Misterio inenarrable del Santísimo Cuerpo y Sangre del Señor, la Fiesta del Corpus Christi. Recordemos, en primer lugar, la verdad fundamental de la Eucaristía: cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración sobre las sagradas especies con la intención de hacer lo que hace la Iglesia, las sustancias del pan y del vino desaparecen y, manteniéndose los accidentes, por obra del Espíritu Santo, se hace presente la realidad de Cristo entero, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Tras la consagración, lo que parece pan no es pan, sino el cuerpo del Señor, y lo que parece vino no es vino, sino la sangre de Cristo. Es lo que la tradición teológica y el Magisterio han llamado desde el siglo XIII transubstanciación, verdad que es objeto de fe católica y exige nuestra aceptación obediente y gozosa.
Pero la presencia eucarística es mucho más que un simple «objeto de fe»: es el centro y la cumbre de la vida cristiana. Lo es porque en ella no solo se nos entrega la gracia divina, sino al Autor mismo de ella. En los sagrarios de nuestros templos, en las custodias de nuestras capillas de adoración, sobre el altar de nuestras parroquias, se hace presente aquella carne que recibió el Verbo de María Santísima, aquella sangre que fue derramada para nuestra salvación, aquel Jesús que recorrió los caminos predicando la conversión y el perdón de los pecados, ese Cristo por quien y para quien existe todo, que ha recibido el «Nombre sobre todo nombre» y que es Señor del cielo y de la tierra. No está más presente Jesús en el Paraíso de lo que está en la Santísima Eucaristía. Es una presencia física, y no solo espiritual. Tan concreta que ahí está en la totalidad de su doble naturaleza, humana y divina.
La secuencia que hemos leído antes del Evangelio fue compuesta por santo Tomás de Aquino y recoge de modo admirable la devoción de un alma que amaba tiernamente la Eucaristía. Un hombre que adoraba este misterio de manera entrañable, que participaba diariamente en dos Misas (una como sacerdote celebrante, otra como oyente), que dormía apoyando su cabeza en el sagrario de la iglesia de los dominicos, que pasaba horas ante el Santísimo Sacramento, acompañando así a su mejor amigo. De su amor por la Eucaristía, recogemos un ejemplo concreto de lo mucho que también nosotros deberíamos querer a Jesús en este misterio. De su doctrina eucarística podemos aprender lo que el Señor nos enseña en el Evangelio de hoy: caro mea vere est cibus, et sanguis meus vere est potus, mi carne es verdadera comida, y mi sangre, verdadera bebida.
Demos gracias a Dios por este don que no merecemos. Señor, gracias por quedarte con nosotros y alimentarnos, y acompañarnos en nuestras horas más oscuras. Gracias por ser en la Eucaristía el amigo que siempre nos escucha, que nos acoge con alegría, que nos habla en el silencio del corazón. Perdona las ofensas con las que herimos tu Corazón: los olvidos, los ultrajes, las faltas contra tu presencia eucarística. No nos trates como merecen nuestros pecados, sino conforme a tu infinita misericordia. Ayúdanos a amarte cada vez más, hasta que lleguemos a querer todo en ti, en la Eucaristía. Haz que nuestras almas acudan al sagrario como ciervas que buscan corrientes de agua viva, y que nuestras vidas giren siempre en torno al misterio de la Eucaristía. Enséñanos desde la custodia las grandes lecciones del silencio, de la humildad, de la obediencia, de la pureza, de la entrega incondicional, del sacrificio generoso, del amor.
Y hoy, cuando recibamos la Sagrada Comunión, entremos en un diálogo agradecido y amoroso con ese Dios que por amor se hizo hombre y se quedó con nosotros todos los días hasta el fin del mundo en el Santísimo Sacramento del altar.