Solemnidad de la Santísima Trinidad (Homilía)
junio 12, 2022 1:00 p. m. · Sergio Muñoz Fita
En la homilía de este fin de semana, querría intentar explicar el significado de un gesto muy conocido para nosotros, como es la señal de la cruz, a la luz del misterio que hoy estamos celebrando, el Misterio central de nuestra fe, el de la Santísima Trinidad.
Si preguntásemos en general porqué los cristianos hacemos la señal de la cruz, probablemente la mayoría de respuestas irían encaminadas en esta dirección: «porque es en la cruz donde murió nuestro Señor Jesucristo». Es evidente que ese es el primer significado del gesto y que, al trazarlo sobre nuestro cuerpo, recordamos tanto el sacrificio de Jesús por nosotros como la ley suprema del amor. Jesús nos llama a amarnos como Él nos ha amado, y Él nos amó «hasta el extremo» (Jn 13, 1), hasta la locura de la cruz. La señal de la Santa Cruz nos habla, por tanto, del amor de Dios por nosotros y también del amor que nosotros estamos llamados a dar a los demás.
Sin embargo, el gesto de persignarse es también una maravillosa catequesis acerca de la Santísima Trinidad, porque cuando lo hacemos, decimos las palabras: «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». No es casualidad que cada palabra la digamos en un lugar distinto de nuestro cuerpo. Vayamos poquito a poco.
Comenzamos llevándonos la mano a la frente mientras decimos: «en el nombre del Padre». El Padre está representado por la parte más alta de nuestro cuerpo porque Él es el origen primero de todo y la autoridad suprema. Sabemos que es un Padre amoroso y lleno de misericordia, que tanto amó al mundo que le dio a su Hijo Único (Jn 3,16). Su Hijo es una Persona distinta, es el Verbo de Dios, del cual nos dice el prólogo de San Juan que estaba junto a Dios y era Dios (Jn 1,1). La primera lectura de hoy, tomada de los Proverbios, nos habla de esta presencia del Verbo en el misterio de Dios «antes de que las montañas y colinas quedaran asentadas». La Palabra, pues, es generada eternamente por el Padre. Dios, que eternamente se conoce a Sí mismo, engendra el Verbo. Es una generación que sucede fuera del tiempo, en la eternidad de Dios, y que tiene lugar por vía intelectual (per modum intelligibilis actionis). La segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, es también la Sabiduría de Dios por ser una imagen perfecta del Padre. Por eso, el movimiento de la señal de la cruz comienza en la cabeza, para expresar que el Padre es el origen de todo, que el Hijo es Dios como el Padre, y que es generado por vía intelectual, por el conocimiento que Dios tiene de sí mismo.
Y entonces, continuamos diciendo: «…y del Hijo…», y cuando decimos esas palabras, hacemos algo que no es casualidad: nuestra mano desciende hasta nuestra tripa. ¡Este gesto está expresando el misterio de la Encarnación! El Hijo, que vivía en el Padre, viene a nosotros para salvarnos y se hace un hombre, con un nombre concreto, Jesús, y con un rostro y una biografía como la nuestra, en todo semejante a nosotros menos en el pecado (Hb 2,17). Nos tocamos la tripa, donde se encuentran nuestras vísceras, para expresar que «el Verbo se hizo carne» (Jn 1,13). Que es uno de nosotros, que la segunda Persona de la Santísima Trinidad comparte nuestra propia naturaleza humana. Que su cuerpo es como nuestro cuerpo, su alma como nuestra alma, su Corazón como nuestro corazón. ¡Es verdaderamente uno de nosotros! Nuestro hermano, nuestro Señor, nuestro Dios. El movimiento descendiente de la mano expresa así el amor de ese Dios Trinidad que, de lo más alto, llegó a lo más bajo para redimirnos. La distancia que nosotros hacemos con la mano es diminuta, la que va de nuestra cabeza a nuestra tripa, pero el Verbo debió de recorrer una distancia infinita para llegar a nosotros: de la eternidad, tuvo que entrar en el tiempo; de la riqueza suma, vino a la pobreza total; de la felicidad del cielo, a las amarguras de la tierra, de luz de la gloria, a la oscuridad de los hombres, de la santidad de Dios al pecado de los hombres, de la perfección del Padre a las miserias de sus hermanos, de la incorruptibilidad a la corrupción. ¡El amor de Dios Padre y Dios Hijo por nosotros es verdaderamente infinito!
Y así, llegamos a la última parte del gesto de la señal de la Cruz: «…y del Espíritu Santo…». Y cuando decimos estas palabras, nuestra mano asciende a la altura del corazón. Lo hacemos así porque la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, que celebrábamos el domingo pasado, es el amor personal del Padre y del Hijo, y el amor es representado en todas las culturas por el corazón. Si la generación del Hijo tiene lugar por vía intelectual, la espiración del Espíritu Santo sucede "a modo de amor" (per modum amoris). ¿No es maravilloso? Dios, mediante la generación, es eternamente Padre e Hijo. El Padre que engendra, ama al Hijo engendrado, y el Hijo ama al Padre con un amor que se identifica con el del Padre: amor paterno y filial al mismo tiempo que, en su mutua complacencia, “espiran” el Espíritu Santo , que es consustancial con ellos. En relación, pues, con la tercera persona de la Santísima Trinidad, la señal de la cruz nos enseña que es amor y que ese amor une al Padre y al Hijo: por eso en el gesto de la señal de la cruz está situado entre el Padre (en la cabeza) y el Hijo (en la tripa). Así, la misión del Espíritu en nosotros es hacer que amemos a Dios y, así, nos une a Él como en el seno de la Trinidad une al Padre con el Hijo en el abrazo más hermoso que puede existir. Lo ha dicho san Pablo: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado». El Espíritu Santo nos trae la presencia amorosa de las tres divinas personas, que habitan en el corazón del justo para que gocemos de su amistad y de su luz.
Queridos hermanos: en esta solemnidad en que celebramos la fuente de todos los misterios de nuestra fe y la meta a la que estamos llamados, pidamos la gracia de vivir esta realidad en nuestra vida diaria, de aprender de la Santísima Trinidad la comunión en nuestras familias y comunidades, la entrega total de nuestras personas a los demás, la generosidad que no se reserva nada. Que vivamos siendo siempre conscientes de esta presencia y que la guardemos siempre dentro de nosotros viviendo en gracia de Dios y que, tras vivir los días de esta vida en unión con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, merezcamos vivir para siempre con ellas en las alegrías eternas del Paraíso.