Segundo Domingo de Cuaresma (Homilía)
marzo 13, 2022 1:00 p. m. · Sergio Muñoz Fita
Estos días, mientras meditaba en las lecturas de este domingo, no he podido por menos de verme reflejado en uno de los personajes del Evangelio de hoy. Pensaba en mi tiempo aquí en Santa Ana todos estos años, y me reconocía en las palabras con la que san Pedro expresó su gozo por lo que se le había concedido poder presenciar sobre la montaña santa: «Señor, ¡qué bien se está aquí!». Y recordaba mi última década aquí en Santa Ana, y yo también le decía a Jesús: «¡Qué bien se está aquí, Señor!». Esta iglesia ha sido para mí, en muchos momentos, un verdadero Monte Tabor, en el que he disfrutado tantas veces de vuestra compañía y vuestro afecto, y donde Dios se me ha manifestado copiosamente con la luz de su infinita misericordia.
El Príncipe de los Apóstoles, el jefe de los pescadores de Galilea, hubiera deseado quedarse allí para siempre. Quería hacer tres tiendas, pero no sabía lo que decía. Nuestro Padre celestial tenía otro plan distinto, y su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo, debía pues descender para completar su misión en la tierra. Como nuestro Maestro, tampoco nosotros podemos detenernos porque, en la vida espiritual, no avanzar es igual que retroceder. Tras aquella manifestación prodigiosa que acabamos de escuchar en el Santo Evangelio, llena de consuelos y felicidad, Jesús tuvo que regresar al valle y continuar caminando con sus apóstoles hasta Jerusalén. Él y sus tres discípulos predilectos no podían permanecer por más tiempo en esa cima donde se encontraban tan a gusto, y es que solo en el cielo se encuentra el lugar del reposo definitivo para nosotros. Aquí, en este mundo que pasa, cada día es una lucha, y la redención del hombre pasaba necesariamente por el misterio de la cruz. Como sabemos, aquellos testigos privilegiados (Pedro, Juan y Santiago) serían invitados más tarde, en Getsemaní, a participar más íntimamente en ese misterio, llevando en el corazón todo lo que, en el episodio de la Transfiguración, habían contemplado en lo alto de la montaña.
Como san Pedro, yo también me he sentido tentado a quedarme en este lugar donde me encuentro tan bien. Sin embargo, a mí también me ha llamado el Señor a seguir caminando. Seguramente ya sois muchos los que sabéis que este fin de semana se ha hecho público el nombre del sacerdote que, a partir del 1 de agosto, me remplazará al frente de esta comunidad como párroco. Dios ha regalado a Santa Ana al Padre Keith Kenney, que os servirá con el deseo de llevaros a una unión completa con el Señor.
Esta tarde, quiero pediros que deis la bienvenida al Padre Keith y que lo acojáis como me recibisteis a mí hace diez años. Sé que lo haréis así, pues entre los muchos rasgos que definen nuestra parroquia se encuentra el de la amabilidad. En este sentido, hoy me atrevo a pediros un detalle con él: vais a ver proyectado ahora sobre la pared su nueva dirección de correo electrónico (frkenney@stanneaz.org) Si queréis, podéis tomar una foto de ella con vuestro móvil mientras os hablo en esta homilía para que, al llegar a casa, le escribáis algún mensaje que le haga sentirse amado y acogido por nuestra comunidad antes incluso de estar con nosotros. Podéis presentaros y hablar de vuestra familia, de lo que Santa Ana significa para vosotros, del ministerio, consejo, cenáculo o apostolado en el que estáis involucrados, de cuál es vuestra misión o responsabilidad aquí. Podéis adjuntar si queréis una foto de vuestra familia para que os visualice y rece desde ya por vosotros. Podéis hablarle de la alegría que os produce su venida a nuestra parroquia y lo mucho que vais a rezar por él a partir de ahora. Expresadle vuestro deseo de caminar con él en esta nueva etapa que, de alguna manera, ya ha comenzado. ¡Ojalá encuentre, cuando abra su correo electrónico en los próximos días, cientos de mensajes vuestros y el calor de vuestra caridad, ya pronta para recibirle!
La Misa que celebramos cada semana nos eleva a las alturas mismas de Dios, al monte donde Él manifiesta su gloria y donde escuchamos su Palabra, mientras Él, a su vez, desciende a nosotros para que le tratemos de Tú a tú, en la intimidad del amor, en la familiaridad que es propia de la amistad entre iguales. En Santa Ana tenéis los fundamentos para crecer en esa santidad, y os pido que no los desaprovechéis. Sabéis lo poco común que es encontrar tantas gracias en una sola comunidad parroquial, y todo eso se os entrega para que respondáis con amor al Amor de Dios.
En lo que a mí respecta, y como dije hace dos días, siento que empiezo a ser ya parte del pasado de nuestra parroquia, y me alejo de aquí con la alegría de saber que vais a estar en buenas manos, que os van a cuidar con delicadeza y que, estoy seguro, el Padre Keith dará continuidad a todo lo bueno que ya existe en Santa Ana. En el dolor por la separación, experimento una paz que no es de este mundo, al pensar que todas las piezas se han ido colocando según lo que el Señor me mostró en la oración durante estos años: que viene un buen sacerdote, elegido por nuestro querido obispo Olmsted, y que así puedo salir de aquí habiendo prestado, por así decir, mi último acto de servicio a esta comunidad.
Mis queridos hijos en el Señor: he sido muy feliz en lo alto de esta montaña, me he sentido el hombre más dichoso incluso, pero ahora Jesús me llama a bajar de este Tabor que es para mí Santa Ana, y caminar con Él hacia la cruz primero y la resurrección después. Rezo para que, en el cielo, donde esperamos llegar por la Misericordia de Dios y no por méritos nuestros, nos encontremos todos unidos en esa gloria que ya no tendrá fin. Para llegar a esa meta, escuchemos al Señor, sigámoslo y muramos con Él. Per crucem ad lucem.
Eso le pido a la Virgen María. En el Evangelio de hoy, la voz del Padre nos ha dicho: «escuchadlo», pero muchos años antes, en Caná de Galilea, fue María la primera que dijo: «haced lo que Él os diga». Así, el Padre y la Madre coinciden en el mismo mensaje y nos dirigen hacia ese Señor que, en cada Santa Misa, se transfigura de nuevo ante nuestros ojos en el milagro de la transubstanciación y, se nos revela a través de la humildad de una apariencia tan sencilla y pobre como un poco de pan. Que también nosotros sepamos enterrarnos bajo tierra como el grano de trigo para poder así dar frutos de vida eterna.