REFLEXIONES EN LA CURACIÓN DE UN LEPROSO XII
Estos días, estamos caminando con el Señor por los caminos de Galilea, en aquel viaje misionero que llevó a Cristo y a sus apóstoles a cada pueblo y aldea de la comarca para predicar y curar a los hombres necesitados de salvación. En estas dos dimensiones del ministerio público de Jesús, vemos el origen de la proclamación de la Palabra de Dios y de las celebraciones sacramentales, de forma que la acción benéfica y salvadora del Señor se continúa a lo largo de la Historia a través de su Cuerpo, que es la Iglesia.
Ayer explicamos, con San Agustín, que “no hay otro sacramento sino Cristo.” Jesús es la manifestación del misterio de Dios en su plenitud y de su acción santificadora: en el Señor vemos a Dios porque Él mismo es Dios. Su humanidad, su cuerpo, era un canal de gracia que sanaba y santificaba porque estaba hipostáticamente unido a la Persona divina del Verbo. Como explican entre otros el mismo San Agustín y Santo Tomás de Aquino, Cristo es, en cuanto hombre, camino, y en cuanto Dios, verdad y vida. Su humanidad es camino de acceso a Dios y viceversa, es el camino que Dios ha elegido para darnos todo su amor.
Si Cristo es el único sacramento y la Iglesia es su Cuerpo, la Iglesia es también y precisamente por ello, sacramento. La palabra “también” no significa aquí un segundo sacramento, sino una extensión del sacramento originario que es Cristo. Si en Jesús vemos a Dios, en la Iglesia, vemos al Señor.
El Concilio Vaticano II, recogiendo una expresión ya presente en los Santos Padres, llamó a la Iglesia “sacramento universal de salvación”. Dios ha querido salvar al hombre no aisladamente, sino como una comunidad. La Iglesia es la portadora de la salvación a todos los hombres. Permítanme que cite las palabras de la Constitución Lumen Gentium donde se habla de la sacramentalidad de la Iglesia, porque me parecen palabras hermosísimas y llenas de luz: “Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera. Debiendo difundirse en todo el mundo, entra, por consiguiente, en la historia de la humanidad, si bien trasciende los tiempos y las fronteras de los pueblos. Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso.” (LG 9)
La Iglesia es sacramento, con Cristo y como Cristo. Debe ser la visibilidad de Jesús en la historia. Cada fiel cristiano debe caminar hacia la plena identificación con Jesucristo, al que se unió en el Bautismo, hasta poder decir con San Pablo: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.” (Gal 2,20) Nuestra vida debe ser tan santa, debe reflejar tan perfectamente la de Jesús, que debemos ser capaces de decir a nuestros hermanos: “imitadme a mí, como yo imito a Cristo.” (1 Co 11,1) Para esa identificación total con el Señor, necesitamos la Palabra de Dios y la gracia sacramental. Ni la Palabra ni los Sacramentos son accidentales en nuestra vocación cristiana. Debemos escuchar a Jesús cuando nos habla en su Palabra y debemos dejar que nos toque en sus Sacramentos. Sólo así, podemos conformarnos totalmente con él. “Aquel día comprenderán que yo estoy en mi Padre, y que ustedes están en mí y yo en ustedes.”(Jn 14, 20)
Somos sacramento si reflejamos a Jesús, si en nosotros la gente puede ver a Cristo. Si somos canal de salvación por nuestra unión con el Señor. Si en nosotros, la gente ve el amor de Dios encarnado. Y la Iglesia es sacramento porque en ella, el hombre encuentra la salvación. Es sacramento porque Ella continúa la misión de Jesús de predicar y sanar. Porque, cuando anuncia la Palabra de Dios, que no está encadenada, salva. Y porque, cuando celebra los sacramentos, que son signos eficaces de gracia, salva.
Sí, en los sacramentos, somos salvados y solo así, una vez salvados, podemos compartir la salvación con los demás. Hoy quiero terminar con unas palabras del Papa Francisco hace más de 6 años en las que hablaba precisamente de esto: “Cada encuentro con Cristo, que en los Sacramentos nos dona la salvación, nos invita a «ir» y comunicar a los demás una salvación que hemos podido ver, tocar, encontrar, acoger, y que es verdaderamente creíble porque es amor. De este modo los Sacramentos nos impulsan a ser misioneros, y el compromiso apostólico de llevar el Evangelio a todo ambiente, incluso a los más hostiles, constituye el fruto más auténtico de una asidua vida sacramental, en cuanto que es participación en la iniciativa salvífica de Dios, que quiere donar a todos la salvación. La gracia de los Sacramentos alimenta en nosotros una fe fuerte y gozosa, una fe que sabe asombrarse ante las «maravillas» de Dios y sabe resistir a los ídolos del mundo. Por ello, es importante recibir la Comunión, es importante que los niños estén bautizados pronto, que estén confirmados, porque los Sacramentos son la presencia de Jesucristo en nosotros, una presencia que nos ayuda. Es importante, cuando nos sentimos pecadores, acercarnos al sacramento de la Reconciliación.” (Papa Francisco, Audiencia General, Roma.Miércoles 30 de octubre 2013).
Que Dios nos conceda entender estos misterios y vivirlos. Que Dios conceda al Pueblo cristiano la gracia de acceder de nuevo a la gracia de los sacramentos, especialmente a la Eucaristía y la Sagrada Comunión. Se lo pedimos hoy a María, en este Sábado de Pasión, antes de iniciar la celebración de los misterios centrales de nuestra fe en esta Semana Santa.