Quinto Domingo en Tiempo Ordinario - Homilía
febrero 07, 2021 1:00 p. m. · Sergio Muñoz Fita
El Evangelio de este domingo es hermoso porque nos ofrece la descripción de lo que bien podría ser una jornada habitual en la vida de Jesús durante su ministerio público en Galilea. Creo que todos podemos aprender mucho de este «horario» del Señor.
Lo primero que Cristo hacía era orar, y orar, además, durante un espacio prolongado: «de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, donde se puso a orar». El Señor tenía muy clara cuál era su prioridad: toda su vida de apostolado nace de su relación íntima con el Padre, al que acudía para amarlo y para ser amado por Él.
Fijémonos que Jesús se despierta temprano después de una jornada larguísima el día anterior, en la ha estado predicando y recibiendo a la gente hasta muy tarde: «Al atardecer, cuando el sol se ponía, le llevaron a todos los enfermos y poseídos del demonio, y todo el pueblo se apiñó junto a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó a muchos demonios». Es decir, días largos y noches muy cortas. El Señor trabajaba mucho y descansaba muy poco. Podemos imaginar a Cristo extenuado al final del día y, sin embargo, recibiendo con paciencia a los enfermos y endemoniados. Podemos imaginarlo abrir los ojos sintiéndose cansado, tal vez no recuperado físicamente del todo, y sin embargo, «escaparse» de la compañía de los hombres para cuidar el trato con Dios. Mucha gente que le buscaba, y Él buscando temprano el silencio de la oración.
¡Todo esto nos habla del compromiso y las prioridades de Jesús! Nos revela dónde tenía Él puesto el corazón. Dios y los hombres. Oración y apostolado. Contemplación y acción. Recurso a su Padre y celo por la salvación de las almas. Nosotros hemos de imitar y participar en estas actitudes del Corazón de Cristo. En primer lugar, nuestra prioridad debería ser la relación con nuestro Padre celestial y con su Hijo y Señor nuestro Jesucristo. Nihil amore Christi praeponere, escribió en su Regla san Benito. No anteponer NADA al amor de Cristo. Lo primero para un cristiano debería ser Dios y el trato con Él: no una oración urgida, rápida, distraída, inconstante, tibia. La oración como un horno encendido, como el encuentro con el Amor infinito que me espera para transformarme. «Estarse amando al Amado», como describía hermosamente san Juan de la Cruz. ¿Le das a Dios esa preferencia? ¿Comienzan tus días con una oración seria, no con un simple pensamiento rápido? ¿Nace tu vida y tus obras del contacto íntimo con Dios? ¿Eres un buen discípulo de Cristo?
En segundo lugar, la salvación de las almas. Cristo se desvive por anunciar el Evangelio: «vamos también a los pueblos cercanos, no puedo quedarme quieto, el mundo entero debe conocer el amor de mi Padre y abrirse a él». Dice el Evangelio de hoy que recorrió TODA Galilea. Dice también que atendía a la gente incluso después de la caída del sol. Quis non amantem redamet. ¿Cómo no amar a un Dios así? El Señor vivía la actitud que ha expresado san Pablo en la segunda lectura: «¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! (…) Me he convertido en esclavo de todos, para ganarlos a todos. Con los débiles me hice débil, para ganar a los débiles. Me he hecho todo a todos, a fin de ganarlos a todos. Todo lo hago por el Evangelio».
Como vemos, san Pablo sí tenía las actitudes del Corazón de Jesús. ¿Las tenemos nosotros? ¿Nos consume a nosotros también esta sed de anunciar el Evangelio? ¿Tenemos este celo de salvar almas, de desgastarnos por Cristo, de entregarnos para que otros vivan? ¿Servimos así a nuestra familia? Cuando estás cansado, ¿dónde acudes tú a descansar? Cuando, por ejemplo, acabas tu jornada de trabajo y estás exhausto, ¿pasas tiempo con tus hijos? ¿Los atiendes? ¿Atiendes a tu familia con alegría, o te escapas a un lugar para que nadie te moleste? ¿Cuánto tiempo dedicas a la evangelización de los tuyos, de tu comunidad, del mundo?
Todo esto es para meditarlo despacio, revisar nuestra vida y ajustarla según el modelo de la vida de Jesucristo. Este domingo, pidámosle al Señor que aprendamos de Él a tener claras nuestras prioridades, a darle a nuestro trato con Dios el lugar de preminencia que merece y, después, a hacernos todo a todos, para salvar sea como sea a algunos.