Quinto Domingo de Cuaresma (Homilía)
marzo 29, 2020 7:00 a. m. · Sergio Muñoz Fita
Homilias,
Cuaresma
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Querida familia de Santa Ana:
Quiero comenzar la homilía de este domingo, el quinto y último del
tiempo de Cuaresma, deseándoos la paz de Cristo resucitado. Pido a Dios
que bendiga a todos cuantos nos escuchan, especialmente a quienes hoy no
podrán recibir el Cuerpo del Señor en la Sagrada Comunión. Se me parte
el alma solo de pensar que éste es el segundo fin de semana en el que a
los fieles católicos de Arizona - y de otras partes del mundo - se les
ha arrebatado el alimento celestial, el Pan de los ángeles, la
Eucaristía. Dios tenga misericordia de nosotros.
Si
en la Santa Misa de hace siete días quise agradecer especialísimamente
el ministerio de nuestros sacerdotes en el Sacramento de la Confesión y
la dedicación de los trabajadores de Santa Ana - todos los cuales se
dejan la piel diariamente y están bregando en circunstancias muy
complicadas hasta altas horas de la madrugada - hoy me veo en la gozosa
obligación de dirigirme a las almas generosas que escucharon el grito
desesperado de auxilio de este párroco y han acudido en nuestro socorro
con sus aportaciones económicas. En nombre de todas las bocas que
alimentáis con vuestras donaciones, las bocas de los hijos de nuestros
empleados y de sus familias, os doy las gracias a corazón abierto y os
imploro que no nos abandonéis en estos momentos, que son difíciles para
todos. El Señor premie vuestra magnificencia con sus más escogidas
bendiciones.
Viene ahora, brevemente, el
“parte médico” del Padre Sergio: en dos palabras, continúo sano. Gracias
a Dios, mis padres siguen bien, viendo caer la nieve del invierno
conquense desde el presidio en el que se ha convertido el balcón de su
casa. Nevadas limpias para días muy oscuros. Signo de esperanza blanca
que el cielo derrama sobre la población afligida de España. Como saben,
el miércoles pasado, Solemnidad de la Anunciación, el COVID-19 segó la
vida del primo de mi padre, Juan José. Murió separado de su familia y me
pregunto si es humano, si es cristiano, abandonar a la gente que
fallece en el frío gélido de una muerte lejos de sus seres queridos. Por
segunda vez lo digo en esta homilía, que Dios se apiade de todos
nosotros.
La Providencia ha querido que el
Evangelio de este domingo haya sido el de la Resurrección de Lázaro. El 3
de abril de hace dos años, yo estuve allí, en el interior de este
sepulcro del que nos habla hoy el texto sagrado y, Señor, tú sabes bien
con qué violencia te pedí morir y vivir contigo. Perdóname si el tiempo
ha ido apagando aquel fuego que parecía consumirlo todo y dame hoy,
nuevamente, oír tu voz potente que me sacuda las entrañas y me saque
fuera de la molicie y el sueño de mis pecados.
Nosotros
leemos el relato de Evangelio conociendo el desenlace de la historia y
eso despoja a la narración de toda su emoción y su fuerza interior. No
podemos ni por asomo comprender lo que sintieron sus protagonistas por
la sencilla razón de que sabemos qué sucedió al final. Por eso,
necesitamos que el Espíritu Santo actúe hoy en nuestros corazones y nos
cuele entre los renglones de esta página de la Escritura como si la
hubiéramos vivido en primera persona. Solo así podremos revivir este
milagro con la mirada y el corazón de Marta y de María.
La
gran enseñanza que deseo compartir con vosotros en este domingo es la
siguiente: Cristo no falla, incluso cuando parece que nos ha abandonado.
En estos días en los que nos escandaliza incluso la respuesta que
muchos en la Iglesia estamos dando a la crisis sanitaria del
coronavirus, este mensaje es más necesario que nunca.
Porque
el Señor parece que falla aquí a sus amigos en el momento más
complicado para ellos. Vayamos al inicio del relato. Lázaro ha caído
enfermo y sus hermanas acuden a Jesús, un Jesús alejado, distante, que
no está con ellos en esos momentos de necesidad. Marta y María envían un
mensajero en busca del Maestro, con un embajada sencilla, concisa,
hermosa, emocionante: “El que amas está enfermo.” (v.3) “El que amas…”
Estas hermanas sabían que Jesús amaba a su hermano. No dudan de ese
amor ni siquiera en esas circunstancias terribles. El mensaje que hacen
llegar a Jesús es una súplica, una plegaria, una oración que ellas
lanzan como si fuera un dardo a la diana del Corazón de Jesús. “Señor,
tú quieres a nuestro hermano… y nuestro hermano ahora te necesita.”
El amor y la intimidad con Cristo les hace audaces. Es una petición como la de María en Caná: “no tienen vino.”
(Jn 2,3) Son personas que confían en el Señor y que saben lo inmensa
que es la bondad de Jesús. No piden, simplemente exponen, se limitan a
manifestar su necesidad, en la esperanza de que Jesús les socorrerá en
cuanto conozca cuál es su situación.
La respuesta del Señor al ruego de Marta y María es la siguiente: “Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.”
(v. 4) En román paladino, que decimos en España, o en cristiano, que se
dice en otros lugares, Jesús les dice: “Esta enfermedad no es de
muerte. Es decir, vuestro hermano no se va a morir.” ¡Qué gozo para las
hermanas de Lázaro cuando el mensajero, de regreso en Betania, les
comunicara esta alegre noticia! “He visto al Maestro y me ha dicho que
esta enfermedad no es de muerte.” “Jesús no falla nunca – pensarían
ellas -. No está aquí pero su palabra le precede, y esa palabra es de
luz y de curación, de esperanza y sanación. Lázaro, hermana, no se va a
morir. Solo tenemos que confiar.”
¿Qué sucede a
continuación? Que aquella tarde, la condición de Lázaro se agrava, ¡y
sus hermanas ven que entra en agonía! ¿Pueden hacerse una idea de la
prueba que, para la fe de ellas, es la enfermedad de su hermano? El
Señor las está probando desde su amor por esta familia, las va a llevar
al límite de la confianza, les va a invitar a creer en contra de la
misma realidad que palpan ante sí. Por un lado, tienen la palabra de
Jesús: “esta enfermedad no es de muerte.” Por otro lado, la
constatación empírica, de la que no pueden dudar, de que la vida, a su
hermano Lázaro, se le está escapando por todos los poros de su piel. Y
parece imposible reconciliar estos dos extremos. Probablemente se
dirían: “tal vez es una prueba, vamos a esperar, vamos a confiar, vamos a
poner nuestra fe en Jesús…”
Y esa noche,
Lázaro se muere. Cristo había dicho que no iba morir y se nos ha muerto
sin remedio. “Jesús, ¿será cierto que nos has fallado esta vez? ¿Dónde
estás ahora cuando te necesitamos? ¿Qué ha pasado aquí? ¿Por qué, Jesús?
Señor, ¿puedes oírme cuando te hablo?”
¿Saben dónde estaba Jesucristo? San Juan nos dice que, cuando el Señor escuchó la noticia acerca de la enfermedad de su amigo, “permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba.” (v.
6) ¡Esto es el colmo! El comportamiento del Señor parece casi macabro:
primero da falsas esperanzas a Marta y a María y, a continuación, en
lugar de correr en su ayuda, ¡se queda donde está! Es decir, permanece
lejos de su dolor.
¿Cómo no ver similitudes
con lo que estamos viviendo estos días? Para unos, el dolor
incomprensible es la muerte de seres queridos. Para otros, la sensación
de que “aquí hay algo que está fuera de sitio.” Para otros, finalmente,
la indignación más que justificada por la respuesta que la Iglesia está
ofreciendo a esta situación. Muchos de vosotros sentís que la Iglesia os
ha abandonado, que no está a vuestro lado cuando más la necesitáis, que
permanece ausente como Jesús estuvo lejos, esos días, de Marta, María y
Lázaro. ¡Es la prueba de la fe! Tenemos sus palabras, sí, como las
tuvieron estas hermanas en el mensaje que recibieron del Señor, pero su
presencia parece no estar con nosotros. Nos han quitado a Jesús cuando
más lo necesitábamos y, para nosotros también, existe una contradicción
entre lo que nos han contado y lo que ven nuestros ojos. Nos habían
dicho que la Eucaristía era lo más importante y ahora, por una razón que
para muchos es totalmente insuficiente, nos han privado de ella. Nos
habían enseñado que para un católico, uno de los fundamentos de su vida
espiritual eran los sacramentos y son ahora nuestros obispos y
sacerdotes los que nos impiden participar en ellos. Nos piden estar
cerca y ellos están lejos. ¿Eran palabras vacías las que nos decían?
¿Nos han traicionado? ¿Tienen nuestros pastores más miedo a la
enfermedad que confianza en la Providencia de Dios? ¿Dónde está la
Iglesia? ¿Dónde está Jesús? ¿Por qué tardan tanto en venir?
El
Evangelio de hoy no podía venir a nosotros en mejor momento, queridos
hermanos. Aparentemente, Cristo nos ha fallado. Aparentemente, la
Iglesia nos ha fallado. Nos han dicho que nos quieren pero la verdad es
que no están a nuestro lado en este momento difícil. Se han escondido.
Las tiendas siguen abiertas mientras que nuestras iglesias están
cerradas. Ésta es la realidad, como el cuerpo moribundo de Lázaro lo era
para Marta y María. Quiero deciros que yo, como sacerdote, participo de
esos mismos sentimientos y que, aunque no pueda juzgar a nadie, me
siento escandalizado como vosotros y con vosotros de muchas decisiones
que se están realizando. Como vosotros y con vosotros, no entiendo.
De
una manera o de otra, estamos en el fuego purificador. Estamos, como
Marta y María, en los días que preceden el gran milagro, y son días
ciertamente de dolor, de ausencia, de decepción. En esas circunstancias,
la única luz que brilla tiene un nombre, Jesucristo. ¡Y Cristo no
falla! Cristo no nos abandona aunque parezca, de hecho, que nos haya
abandonado. Cristo no se esconde aunque parezca que está escondido.
¿Dónde estaba Jesús en los días en los que permaneció lejos de sus
amigos de Betania? ¿Estaba realmente lejos? San Pablo nos ha dicho hoy:
“el Espíritu de Dios mora en vosotros.” Y San Agustín acuñó la famosa
frase: Deus interior intimo meo, Dios está más cerca de
nosotros que nuestra propia intimidad. Incluso cuando parece ausente, Él
está siempre a nuestro lado, en el meollo de nuestro ser, dando vida a
todos los seres que estamos condenados a morir.
Y
ahora, como dice la expresión inglesa, hablemos del elefante que está
en el centro de la habitación. Es muy probable que lo que nuestros
obispos están haciendo en muchas diócesis en relación a la emergencia
del coronavirus (que no sé ni siquiera si es una emergencia) sea un gran
error. De hecho, unos toman una decisión en sus diócesis y otros toman
la decisión opuesta en las suyas. En España, por ejemplo, el obispo de
Madrid ha suspendido, como aquí, las Misas públicas. En la diócesis de
al lado, el obispo de Alcalá de Henares ha mantenido todos los templos
abiertos y el mismo horario de misas que antes del brote de la
enfermedad. Probablemente, muchos se están equivocando, incluso con la
mejor intención, y es triste ver estas divergencias. Otra posibilidad es
que seamos nosotros los que estemos equivocados, total o parcialmente, y
cuántas veces creemos acertar para luego descubrir el error en el que
nos hallábamos.
Lo que no es probable, lo que
no puede suceder, lo que nunca sucederá, es que Cristo falle. Vayamos,
para concluir, al final del Evangelio de hoy, al momento en el que el
Señor grita con voz potente: “Lázaro, sal fuera.” (v. 43) Ante el asombro de todos, el muerto vuelve a la vida y entonces, solo entonces,
Marta y María comprenden el plan de Jesús: “ahora entendemos lo que nos
quiso decir cuando nos dijo que esta enfermedad no era de muerte.” Todo
se ve muy claro después del milagro, pero es en el momento de la prueba
cuando debíamos, debemos fiarnos de Jesucristo.
Queridos
hermanos: el Señor tiene un plan y su plan concluye con un gran milagro
al final de la historia en la que estamos metidos actualmente. Será
entonces, cuando veamos los porqués. Entenderemos allá, al final, lo que
aquí es incomprensible. Veremos lo que, estos días, está velado para
nosotros. En nuestra situación actual, el Evangelio de hoy tiene
enseñanzas preciosas: nos invita a todos a que no dudemos nunca del amor
de Cristo incluso en las circunstancias más difíciles; nos anima a
renovar nuestra fe en que Él está con nosotros aunque sintamos que, de
hecho, se ha alejado de nuestro lado; nos exhorta a transformar nuestras
dudas, enfados y decepciones en confianza absoluta, inquebrantable, en
el plan providente de Dios; nos mueve a fiarnos de Él porque para llegar
a la luz y la vida, primero hemos de atravesar la oscuridad y la
muerte; nos recuerda que hay un plan en todo lo que sucede en el mundo y
en nuestra vida y que, si estamos unidos a Él, sacaremos “aguas con gozo de las fuentes de la salvación”
(Is 12,3); nos invita, por fin, a esperar porque el momento en el que
nos encontramos, no es el último capítulo de la historia y creedme, esta
historia acabará bien porque es Dios quien la lleva adelante (Rm 8,28).
Sí, vendrán días mejores, queridos hermanos, y cuando pase este invierno en el que nos encontramos, yo espero frutos maravillosos de vida cristiana. Mucho ánimo a todos, sed fuertes en la lucha (Heb 11,34) y no cejéis en vuestro amor por Cristo y su Iglesia. Os prometo que, cuando el muerto salga del sepulcro, se abrirán nuestros ojos y nuestras decepciones y preguntas encontrarán todas sus respuestas. Hasta entonces, con el Señor y con María, confianza.