La Natividad del Señor en Tiempo de Navidad (Homilía)
diciembre 25, 2021 1:00 p. m. · Sergio Muñoz Fita
Quiero comenzar mis palabras deseándoles a todos una feliz y santa Navidad. Como hago cada año, les ruego que extiendan estas felicitaciones a todos aquellos de entre sus familias que, por enfermedad o por edad avanzada, no están físicamente en esta iglesia hoy con nosotros. Los recordamos a todos, y rezamos por ellos y por los que se nos han marchado este último año, con la esperanza de que, si somos fieles y morimos con Cristo, algún día Él regalará vida eterna a quienes, mientras vivían, han sido sus amigos.
Les ruego también me permitan dar las gracias a todas las personas que estos días nos han enviado, a mí y a los padres, felicitaciones, regalos, correos electrónicos y mensajes de Navidad. Son tantos que nos resulta imposible contestar a todos. Como además este año yo regresé de mi viaje a Europa hace menos de un mes, y en la parroquia tenemos tantas actividades de Navidad, me resulta imposible contestar personalmente a cada uno. Pido disculpas y espero que estas palabras lleguen a todos los que nos han expresado su cariño y aprecio estos días. Que el Niño Jesús, María y José les premien todo lo que hacen por nosotros.
Las fiestas de Navidad nos invitan todos los años a poner la mirada en el portal de Belén, aquel rinconcito de Palestina en el que Dios se dejó ver por primera vez. En la carne del Hijo de María, en ese niño que todavía no sabe hablar, se esconde la Palabra eterna del Padre. Para elevarnos al cielo, Dios vino a la tierra. Para levantarnos del pecado, Él se abajó hasta nosotros. Para que pudiéramos vivir para siempre, el Señor nació en un cuerpo que pudiera morir.
La Navidad pone en el centro un niño que es y no es como los demás. Por un lado, Jesús es uno de nosotros. Es nuestro hermano, nuestro camino para llegar al Paraíso, nuestro salvador. Hoy, nos ha nacido aquel que abre las puertas de la gloria para todo el género humano. Los ángeles anuncian a los pastores el nacimiento del Mesías que había sido prometido para traer la verdadera libertad a su Pueblo. La pobreza de Belén y la debilidad del Niño Jesús evocan también el misterio de la Eucaristía, en el que Cristo se nos da como alimento, en apariencia débil y pobre, para que lo amemos y lo sigamos. ¡Qué misterio de amor y qué locura es la obra de nuestra Redención! A los que vivían en la oscuridad, una luz les brilló (Is 9,2).
Al mismo tiempo, la fe nos revela la verdad más profunda que se esconde en el misterio de este Niño. San Pablo lo expresa diciendo que en él habita toda la plenitud de la divinidad (Col 2,9). Esa naturaleza humana que hoy nace por nosotros, que experimenta el frío, el hambre, la tristeza, el abandono, existe unida hipostáticamente a la Persona del Hijo único de Dios. Sí: ¡ese Niño es Dios! El inmenso es hoy pequeño. El eterno ha entrado en el tiempo. El inaccesible se deja tocar a partir de esta noche. La felicidad y la luz comienza a sufrir y se adentra en este valle de lágrimas. La santidad asume una naturaleza caída como la nuestra. Sin dejar de ser lo que era, comienza a ser lo que no era. Y Dios, desde esta noche, experimenta el mundo como nosotros: a ver con ojos como los nuestros, a tocar con manitas como las de cualquier niño, a llevarse todo a la boca como los niños hacen cuando comienzan a vivir.
Dios se ha hecho hombre, para que el hombre se haga Dios. Leía estos días a san Ireneo explicar cómo el hombre está llamado a participar de la naturaleza divina, y que Dios nos va trabajando poco a poco para que lleguemos a esa meta maravillosa, que es fuente de inmortalidad y de alegría eterna para quien la consigue. Decía también san Ireneo que esa obra de divinización, el Señor la lleva adelante poco a poco, paso a paso y que, antes de ser dioses, debemos ser hombres. Muchas personas viven por debajo de su dignidad de seres humanos. ¿Cómo van a ser dioses algún día si no son primero hombres, en el sentido pleno de la palabra? Es decir, que el primer paso para ser Dioses en la gloria del cielo, es ser hombres de verdad, según el plan de Dios, aquí en la tierra. Eso significa morir al pecado, dominar nuestras pasiones, realizar plenamente nuestra vocación como criaturas de Dios, abrazar a ese Jesús que nace por nosotros y aprender de Él a ser hombres según el Corazón de Dios.
Queridos hermanos: que hoy nos alegremos todos en esta Solemnidad que marca el inicio de nuestra salvación. Que no rechacemos nunca el don que Dios nos hace de su Hijo Jesús, el cual viene a nosotros en esta Santa Misa para darnos vida. Que aprendamos del Verbo encarnado lo que significa ser hombres en plenitud y que vivamos siempre en esa gracia que Él nos da, en su amistad, en su compañía. Y que así, tras el paso por esta vida, merezcamos entrar en ese lugar, en la casa del Padre, que Él ha preparado para los que le siguen hasta el final.