REFLEXIONES SOBRE LA CURACIÓN DE UN LEPROSO XVII
Esta semana hemos hablado, estamos hablando, de la importancia de realizar, en el preludio de nuestra contemplación de la vida de Cristo, lo que San Ignacio de Loyola describe como “composición de lugar.” En el día de ayer me permití evocar alguno de mis recuerdos en la peregrinación que hice caminando por Tierra Santa. Al final de mis consideraciones, animaba a visitar los lugares donde vivió el Señor porque no solo nos permitirán conocer mejor la humanidad del Hijo de Dios, sino también porque el Espíritu Santo podrá servirse de ello para mostrarnos lo que, de otro modo, sería tal vez más difícil o directamente imposible descubrir.
Escuché a un sacerdote español de Servi Trinitatis, el P. Mario, utilizar una expresión feliz para referirse a la Tierra de Jesús. Decía que era el “quinto evangelio.” La vida y palabras de Jesucristo han sido puestas por escrito, lo sabemos, en las narraciones de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Sin embargo, Dios escribió la Historia de la Salvación con hechos antes de hacerlo con palabras escritas. Esos hechos sucedieron en un lugar, en un tiempo concreto. Así como los 4 Evangelios de nuestras Biblias nos acercan al conocimiento de Jesucristo, Mesías e Hijo de Dios (Mc 1,1), los lugares donde se desarrolló la vida del Señor también nos ofrecen una vía de acceso al Misterio de Jesucristo.
Continuando con esta analogía, y como hice ayer, yo quiero invitaros a leer este quinto evangelio. Allí, casi por ósmosis, se asimila la Persona de Jesús. En las calles de Jerusalén, en los campos de Galilea, en las cuevas del desierto de Judea, en las costas y arena del Mediterráneo, en las montañas de Neftalí, a orillas del Jordán, en los olivos de Palestina, en la ribera del Lago de Tiberiades, el peregrino que abre su corazón a Dios aprende al Señor. ¡Jesús estuvo allí! Allí creció, habló, trabajó, caminó, obró milagros, sufrió y sintió gozo en el espíritu, allí murió y resucitó nuestro Señor. Es interesante señalar en este sentido cómo, por ejemplo, San Ignacio de Loyola marchó a Tierra Santa durante el proceso de su conversión cuando tenía 33 años y, de alguna manera, sus Ejercicios Espirituales, en muchos aspectos y en detalles aquí y allá, manifiestan la huella profunda que aquella peregrinación causó en su alma y en los propios Ejercicios que, más tarde, estarían llamados a transformar el corazón de tantos hombres a lo largo de la historia.
Por tanto, a quienes me escuchan o me leen, os aconsejo: id a Tierra Santa. E, inmediatamente a continuación, digo: si vais, tomad muy en serio esa gracia. Lo digo porque tengo la impresión de que la mayor parte de peregrinaciones a Israel apenas producen frutos de conversión. Habría muchas causas y sería muy largo entrar en esta cuestión, pero es evidente que ir a Tierra Santa, en sí mismo, no le cambia la vida a nadie, de la misma manera que leer el Evangelio sin abrir también el corazón al amor de Dios, no sirve para nada. La eficacia de un viaje de este tipo no es automática y no es serio ni responsable pensar que, por el hecho de poner el pie allí y visitar la tierra de Jesús, nuestras vidas van a ser más santas.
Si vas, ve con el deseo de jugarte la vida. Ve con la determinación de sacar el máximo provecho de esa gracia. Prepárate como es debido, reza, ofrece sacrificios, guarda silencio y dale tiempo y espacio a Dios mientras estés allí. Relaciónate con las personas de aquellos sitios. Sal de ti mismo para aprender del que te resulta extraño. Come de lo que te sirvan y empápate de todo lo que Dios, en su tierra, te quiera dar. No lleves el ruido de nuestro mundo moderno a esos lugares santos. Haz realmente un camino interior porque, al final, todo lo que vivas allí debe servirte para cambiar el corazón.
Si tienes estas actitudes, ve. Si no las tienes, trabaja por adquirirlas antes de ir y, cuando finalmente pongas pie en la Tierra del Señor, lee aquel evangelio, el quinto evangelio, y los otros 4 de tu Biblia, y encontrarás a Jesús. Léelos muy despacio, sin prisas, y que tu alma sea una esponja que absorba esa Palabra viva que es Cristo, quien nos invita a la comunión con Dios en esta vida y a la alegría eterna en la patria verdadera en el Paraíso (Heb 11, 16).