Viernes de la IV semana del Cuaresma
marzo 27, 2020 12:00 p. m. · Sergio Muñoz Fita
REFLEXIONES SOBRE LA CURACIÓN DE UN LEPROSO - V
Estamos llegando, paso a paso, al pasaje que nos proponíamos meditar desde el principio. La curación del leproso aparece en los últimos versículos del primer capítulo de San Marco, en concreto en los versículos del 40 al 45. Inmediatamente antes, el Evangelista nos ha dibujado una escena de la mayor intimidad: “Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando.” (v. 35). Esta imagen es maravillosa.
El primer capítulo del Evangelio de San Marcos transmite la sensación de una actividad casi frenética. Jesús había regresado a Galilea después de su bautismo en el Jordán y el texto sagrado nos señala que “su fama se extendió por toda la región.” (v. 28). La gente acudía de todas partes para escucharle hablar y para ser curado por sus manos milagrosas. San Marcos nos dice que toda la ciudad de Cafarnaúm se agolpaba a la puerta de la casa donde se encontraba (v. 33) y San Pedro llega a decir: “todo el mundo está buscándote” (v. 37). Por eso, el contraste entre la muchedumbre que le seguía y la soledad de su oración en aquel lugar desierto es todavía más impresionante.
Contemplemos al Señor orando: el evangelista nos aporta el detalle de que era muy temprano, “antes que amaneciera”. Veamos a Jesús, pues, en la oscuridad de la noche, aprovechando el sueño en el que se encontraba toda la ciudad para alejarse a orar. Al salir de su oración, el Señor comenzará un viaje apostólico por los “pueblos cercanos” (v. 38) de toda Galilea (v. 39) y será en ese caminar cuando tenga lugar el encuentro con el leproso.
La actividad de Jesús se alimenta en la oración y así deberíamos hacer también nosotros. Así debería hacer también la Iglesia puesto que, sin la luz del Espíritu Santo, y sin escuchar al Padre que nos habla, no podemos acertar en las decisiones que debemos tomar.
Cuando yo era joven de Acción Católica, el capellán del grupo, Don Grati, solía repetirnos una frase que San Bernardo escribió al Papa Eugenio III: “malditas las obras de la Iglesia si no van impregnadas de una profunda vida interior.” Cuando en la Iglesia olvidamos el ejemplo del Señor, retirado para rezar en un lugar apartado, y nos dejamos devorar por la actividad, atraemos las maldiciones de Dios sobre nosotros. Nuestras obras, sin la savia de la gracia, son obras muertas, por muy buena intención que pongamos en ellas.
Cuando prestamos nuestros oídos más al mundo que a la voz de Dios en su Palabra; cuando nos sumergimos en el océano de nuestras obligaciones sin cuidar el descanso en el Señor; cuando olvidamos el “amor primero” (Ap 2,4) por Jesús y dejamos que el corazón se llene con preocupaciones o tareas que nos parecen siempre más urgentes que la vida de oración, entonces nuestras obras quedan malditas por una lepra espiritual de la que solo Jesús, médico de nuestras almas, nos puede curar.
Ayer os invité a no leer noticias perturbadoras durante los próximos días para recuperar la paz interior que es una señal de la presencia de Cristo resucitado. Hoy os invito a que os retiréis con Jesús, en la intimidad de la noche, en lo alto de la montaña, y estéis con él. Que lo contempléis con su mirada levantada al cielo, que le escuchéis rezar en un suspiro, que aprendáis de Él a sustraeros de la corriente que nos quiere arrastrar y nos retiremos, con Él, a la soledad de la oración.
Recordad que el sarmiento debe estar unido a la vid para dar fruto (Jn 14,4). Recordad que Dios está en la leve brisa que apenas se escucha (1Ry 19,12). Recordad que no podemos vencer si no en Aquel que, en nosotros, vence al mundo (Jn 16,33). Estos días, salid de Cafarnaum con Jesús también vosotros y escapad a la intimidad con el Señor, a esa morada en el castillo interior de vuestro espíritu “donde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma.” (Castillo Interior, Moradas I, cap. 1).
Que Dios os bendiga.