Domingo de Pentecostés en Tiempo de Pascua (Homilía)
mayo 23, 2021 11:00 a. m. · Sergio Muñoz Fita
Existen en el mundo dos iglesias católicas que son conocidas, entre otras cosas, por tener una cúpula abierta al cielo, al extremo de que cuando llueve, el agua cae al interior del templo. Una es la Cúpula de la Ascensión, de la que hablé hace la semana pasada. La otra es la Iglesia de Santa María de los Ángeles y los Mártires en Roma, el famoso Partenón.
Decíamos hace siete días que la Cúpula abierta de la Ascensión, en Jerusalén, expresaba el movimiento ascendente de Jesús que sube a ocupar su lugar a la diestra de Dios. Es, por tanto, un símbolo de esperanza, que nos invita a poner la mirada y el corazón en el hogar que Cristo ha preparado para nosotros en el paraíso. La cúpula abierta del Partenón, por el contrario, expresa un movimiento más bien descendente: la efusión del Espíritu Santo que hoy celebramos en Pentecostés. De hecho, existe una hermosa tradición en Roma en este día: en la fiesta de Pentecostés, los bomberos de Roma se suben a lo alto de la cúpula y desde el exterior, echan por la abertura pétalos de rosas que caen desde el cielo. Lentamente van descendiendo los 43 metros de altura de la bóveda hasta que el suelo de la iglesia queda cubierto de rojo.
Es impresionante ver los pétalos descender del cielo mientras un gran haz de luz entra en la iglesia por el inmenso «ojo del cielo» (occhio del cielo), como se suele llamar a la abertura del Panteón. Obviamente, los pétalos representan las lenguas de fuego que se posaron sobre los Apóstoles y María Santísima. También expresan una realidad muy hermosa, y es el hecho de que el Espíritu Santo sigue viniendo a nosotros cuando lo invocamos y estamos preparados para recibirlo.
Hoy quiero dar gracias al Padre y al Hijo por el don de su Espíritu. Sin Él, dador de vida, todo sería muerte. Sin Él, que es Amor, el hombre viviría dominado por el egoísmo. Sin Él, que es la luz, seríamos rehenes de las tinieblas. Sin Él, que es la Santidad del Padre, el pecado diría en nuestra vida la última palabra. Sin Él, que es la gloria de la Trinidad Santísima, el hombre no podría aspirar a la eternidad feliz del cielo. Él es el descanso del alma, el gozo eterno, el agua que hace nuevas todas las cosas, la brisa que nos infunde coraje, el compañero que nunca nos abandona, el amigo que siempre está con nosotros.
Santo Tomás de Aquino repite en la Summa contra Gentiles una expresión que me parece muy hermosa: dice que la misión del Espíritu Santo es hacernos «amadores de Dios». Sí, nos hace amar al Padre y al Hijo, nos da la posibilidad de entrar en una relación íntima, cordial, entrañable con ellos. Nos trae la presencia de la Santísima Trinidad en el alma, como ha dicho el Señor en el Evangelio de hoy. Nos guía a la verdad completa.
Esta mañana, me quiero unir a la oración de los discípulos y de María en el Cenáculo y rogar la venida del Paráclito: veni, sancte Spiritus. ¡Ven, Espíritu Santo! Desciende de nuevo sobre el Santo Padre y todos los obispos; sobre todos los sacerdotes, diáconos y fieles cristianos; sobre esta parroquia de Santa Ana y cada una de sus familias; sobre cada persona que forma parte de nuestra comunidad y, especialmente, sobre las mujeres que están participando en la Misión Ecce ancilla Domini. Realiza en nosotros, como afirmaba la oración inicial de esta Santa Misa, los mismos prodigios que obraste en los inicios de la predicación apostólica. Danos la unidad. Danos la caridad. Danos santos, danos mártires, danos predicadores incansables del Evangelio. Sobre todo, en los Sacramentos, especialmente en la Eucaristía, sigue dándonos a Jesús, a quien no merecemos, pero a quien TANTO necesitamos.
Le pido a María, la obra maestra del Espíritu Santo, que nos ayude a recibir al Paráclito como lo hizo Ella, para que se realice el milagro de nuestro nuevo nacimiento a la vida sobrenatural y gocemos de los consuelos del Espíritu Santo hasta el día en que poseamos plenamente las alegrías eternas en los gozos inmarcesibles del cielo.