Decimoséptimo Domingo en Tiempo Ordinario (Homilía)
julio 25, 2021 1:00 p. m. · Sergio Muñoz Fita
Estamos hablando del rechazo del mundo a Cristo y a sus discípulos estos días. Considero que es una reflexión siempre necesaria y siempre actual. Sin embargo, no quiero dar la impresión de que se trata de una simple elucubración abstracta sobre la vida cristiana. De hecho, todo bautizado que se identifica con el misterio de Cristo crucificado está llamado a participar, en mayor o menos medida, de esta condición de signo de contradicción. ¿Cómo no recordar este domingo el testimonio de Santiago el Mayor, Patrono de mi país, cuya solemnidad se celebra tal día como hoy? El hijo mayor de Zebedeo fue el primero en dar la vida por el Señor. Para él, eso de ser signo de contradicción no fue una simple teoría, sino la realidad más determinante de su existencia. Fue testigo de la luz hasta el final y hoy honramos su valor, su audacia y su amor a Cristo y a la Iglesia.
Sin embargo, si me lo permitís, hoy me gustaría ilustrar todo lo que venimos diciendo acerca de nuestra vocación como signos de contradicción poniendo ante vosotros la figura portentosa de san Pablo. Desde el primer momento de su vida cristiana, Saulo de Tarso fue consciente de que su conversión iba a ser el inicio de una vida marcada por la persecución y el odio por parte de los enemigos del Resucitado. En la segunda lectura de este domingo, el gran Apóstol de los Gentiles se define como «prisionero por el Señor» y, al final de esta misma carta a los Efesios, se describe como embajador del Evangelio «en medio de cadenas» (6,20).
Pablo redacta esta epístola entre los años 61 y 63, mientras se halla encerrado en la cárcel mamertina durante su primera prisión romana. Es admirable el valor de este hombre, para el cual la vida era Cristo, y una ganancia el morir. Verdaderamente, para él todo era basura, con tal de ganar a su Señor (Fil 3,8). Imaginar a san Pablo entre barrotes nos invita también a nosotros a preguntarnos: ¿qué estoy yo dispuesto a perder por mi fidelidad a Cristo y a la Iglesia? ¿Mi libertad? ¿Mi buen nombre? ¿Mis posesiones? ¿Mi salud? ¿Mi vida? El Evangelio ha llegado hasta nosotros por el amor, la fe y el coraje de héroes como san Pablo. ¿Tenemos nosotros una grandeza de alma semejante a la de aquellos hombres, que lo arriesgaron y lo perdieron todo por transmitirnos la fe?
En el último capítulo de esta misma carta, san Pablo nos advierte de la batalla a la que todos estamos llamados cuando dice: «Revístanse con la armadura de Dios, para que puedan resistir las insidias del demonio. Porque nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio» (Ef 6,11-12). Yo me imagino a san Pablo, mientras escribía estas letras, mirando al pretoriano romano que, silencioso, lo vigilaba desde el pasillo del calabozo. Aquel soldado le dio materia para una imagen atractiva de la lucha de la vida espiritual, y así, continúa diciendo el Apóstol: «Por lo tanto, tomen la armadura de Dios, para que puedan resistir en el día malo y mantenerse firmes después de haber superado todos los obstáculos. Permanezcan de pie, ceñidos con el cinturón de la verdad y vistiendo la justicia como coraza. Calcen sus pies con el celo para propagar la Buena Noticia de la paz. Tengan siempre en la mano el escudo de la fe, con el que podrán apagar todas las flechas encendidas del Maligno. Tomen el casco de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios» (Ef 13-17).
La imagen ya expresa el carácter de confrontación que tiene el mensaje del Evangelio. Bien lo sabía san Pablo que, después de ser apedreado en la ciudad de Listra y de que lo arrastraran fuera de la ciudad dándolo por muerto, exhortaba a los discípulos a perserverar en la fe, «recordándoles que es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Act 14,22). De algunas de esas tribulaciones, nos da cuenta en la carta a los Corintios: «¿Son ministros de Cristo? Vuelvo a hablar como un necio: yo lo soy más que ellos. Mucho más por los trabajos, mucho más por las veces que estuve prisionero, muchísimo más por los golpes que recibí. Con frecuencia estuve al borde de la muerte, cinco veces fui azotado por los judíos con los treinta y nueve golpes, tres veces fui flagelado, una vez fui apedreado, tres veces naufragué, y pasé un día y una noche en medio del mar. En mis innumerables viajes, pasé peligros en los ríos, peligros de asaltantes, peligros de parte de mis compatriotas, peligros de parte de los extranjeros, peligros en la ciudad, peligros en lugares despoblados, peligros en el mar, peligros de parte de los falsos hermanos, cansancio y hastío, muchas noches en vela, hambre y sed, frecuentes ayunos, frío y desnudez. Y dejando de lado otras cosas, está mi preocupación cotidiana: el cuidado de todas las Iglesias (…). En Damasco, el etnarca del rey Aretas hizo custodiar la ciudad para apoderarse de mí, y tuvieron que bajarme por una ventana de la muralla, metido en una canasta: así escapé de sus manos» (1 Co 11,23-33).
No podemos escuchar esto simplemente con admiración por san Pablo. Esos sufrimientos son los que nos han regalado el don de la fe. Son además, sufrimientos compartidos por todos los que son discípulos del Señor: «Nosotros somos tenidos por necios, a causa de Cristo, y en cambio, ustedes son sensatos en Cristo. Nosotros somos débiles, y ustedes, fuertes. Ustedes gozan de prestigio, y nosotros somos despreciados. Hasta ahora sufrimos hambre, sed y frío. Somos maltratados y vivimos errantes. Nos agotamos, trabajando con nuestras manos. Nos insultan y deseamos el bien. Padecemos persecución y la soportamos. Nos calumnian y consolamos a los demás. Hemos llegado a ser como la basura del mundo, objeto de desprecio para todos hasta el día de hoy» (1 Co 4,10-13).
Hermanos, he querido detenerme en San Pablo hoy para que veamos, escrita en la carne del Apóstol, lo que significa ser signo de contradicción en el mundo. En él vemos el precio que hemos de estar dispuestos a pagar en nuestra fidelidad al Evangelio. Cuando se despedía de sus hermanos en Éfeso, san Pablo les dijo palabras con las que debemos medirnos todos: «encadenado por el Espíritu, voy a Jerusalén sin saber lo que me sucederá allí. Sólo sé que, de ciudad en ciudad, el Espíritu Santo me va advirtiendo cuántas cadenas y tribulaciones me esperan. Pero poco me importa la vida, mientras pueda cumplir mi carrera y la misión que recibí del Señor Jesús: la de dar testimonio de la Buena Noticia de la gracia de Dios» (Act 20,22-24).
Pidamos al Señor que aprendamos de este «prisionero por el Señor», la gracia de honrarnos en los padecimientos por el nombre de Cristo y de la Iglesia. Que respondamos al mal con el bien, al pecado con la santidad, al odio con el amor, y a la mentira con la verdad que el Señor nos ha entregado y la Iglesia nos transmite. Que en la Eucaristía, donde como hemos contemplado en el Evangelio, Jesús mismo nos alimenta y nos fortalece, encontremos la fortaleza para ser luz en este mundo y sal de la tierra para la salvación de los hombres.