Solemnidad de la Ascensión del Señor - Homilía
mayo 23, 2020 7:00 p. m. · Sergio Muñoz Fita
Cuarenta días después de su Resurrección, Cristo asciende a la derecha del Padre, como nos ha dicho San Pablo en la segunda lectura de hoy. Recuerdo a un profesor mío en la Facultad de Teología insistir mucho en la importancia de esta solemnidad de la Ascensión del Señor que estamos celebrando hoy. Nos decía que para la Iglesia antigua se trataba de una celebración importantísima porque, de algún modo, culmina el ofrecimiento de Cristo en la cruz.
Éste era su razonamiento: en su libro de las Etimologías, San Isidoro de Sevilla explica que la palabra sacrificio (sacrificium en latín), significaba “hacer algo sagrado” (sacrum facere en latín). Sin embargo, para que algo sea hecho sagrado, es necesario que Dios reciba ese ofrecimiento: solo cuando Dios acepta lo que nosotros le presentamos, nuestra acción se convierte en sagrada, en sacrificio.
En la cruz, Cristo se ofrece al Padre. En la Ascensión, el Padre recibe definitivamente ese ofrecimiento de Jesús. Si la Pasión y Muerte de Jesús no hubiera sido aceptada por el Padre, no sería sacrificio. Las acciones humanas, también las del Hijo de Dios, tienen que ser recibidas por el Padre para que sean realmente sacrificio. Y eso es precisamente lo que la Iglesia celebra en esta hermosa solemnidad: el Padre recibe al Hijo en el cielo. Toda la vida humana de Jesús hasta su consumación es bienvenida hoy en la presencia del Padre y, en Cristo, también nosotros somos elevados. Sí, con su Ascensión Cristo hoy nos obliga a mirar al cielo, como los discípulos en la primera lectura, nos levanta a una vida en la que debemos buscar los bienes de allá arriba, donde está Él, sentado a la derecha de Dios, no los bienes de la tierra (Col 3, 1-2). Esta vida pasa, y pasa muy rápido. Sólo importa la eternidad.
El mismo profesor daba una segunda razón para insistir en la importancia de esta fiesta: decía aquel sacerdote que, si Cristo no hubiera ascendido a los cielos, si hubiera permanecido con nosotros en la tierra, su cuerpo estaría localizado en algún lugar definido, concreto, particular. La Ascensión permite a la humanidad de Cristo unirse al Misterio de Dios en la gloria y, así, estar presente allí donde está Dios. ¿Y dónde está Dios? La Filosofía y la Teología coinciden en la respuesta: Dios, que no es ni puede ser contenido por ninguna criatura, está verdaderamente presente en todas las cosas que existen, dándoles el ser y la vida. Por eso, las palabras del Evangelio de hoy: “yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”, se hacen verdad en este Solemnidad de la Ascensión.
Ciertamente, Cristo está con nosotros especialmente en el Sacramento de la Eucaristía: en el pan consagrado, Jesús está físicamente presente. Sin embargo, la Santísima Trinidad, como decíamos el domingo pasado, está también presente en el alma del justo, y esa es una presencia personal del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Con palabras hermosísimas de Santo Tomás de Aquino, se dice que Dios está presente en nosotros “como el amado está presente en el amante.” Son modos de presencia distintos, pero reales ambos. Así mismo, Dios está presente en todas las criaturas, como decían también antiguamente, “por esencia, presencia y potencia”. Por razones de brevedad, no podemos explicar este punto, pero qué hermoso es saber que, como exclamó San Pablo en Atenas, “en Dios vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28). Qué hermoso es exclamar con David en el salmo 139: “Señor, tú me sondeas y me conoces, me estrechas detrás y delante. ¿A dónde escaparé de tu mirada? Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. Si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha.”
Pidamos, pues, en esta Solemnidad de la Ascensión que nuestra vida sea aceptada con Cristo ya desde ahora como sacrificio agradable a Dios; que vivamos con la certeza de que Jesús no está lejos, porque siempre está con nosotros; que nos conceda reconocer su presencia escondida en todas las cosas y, especialmente, en la fracción del pan; que nos envíe el don del Espíritu Santo para que no quedemos huérfanos y que, algún día, tras las pruebas de esta vida, podamos vivir con él para siempre en las alegrías del paraíso.